Mi
padre es de Boiro, un bonito pueblo costero de La Coruña con los típicos y tópicos
del norte. Con sus gélidas playas, sus bateas para la cría de mejillones, sus
bosques de pinos llenos de helechos y su montaña al fondo, en el horizonte, la
Sierra de Barbanza.
De
pequeño nuestro lugar de vacaciones era este pueblo, en verano íbamos allí la
mitad de las vacaciones de mi padre a la casa de mis abuelos. Boiro estaba
dividido en dos partes, Boiro de Abajo donde estaba el pueblo en sí y Boiro de
Arriba que es un diseminado de casas un poco retirado del pueblo que, como su
nombre indica estaba en la parte más alta. Precisamente por estar retirado
gozaba de unas preciosas vistas ya que desde la casa de mis abuelos se podía
ver tanto la Ria de Arosa como la Sierra de Barbanza.
La casa de mis abuelos era muy pequeña, era de madera y sólo tenía dos
habitaciones y el hogar. No tenía ni aseo, había que salir al gallinero a
aliviar las necesidades. Detrás del gallinero estaba el lagar donde se hacía el
vino, mis abuelos tenían tierras de labranza llenas de vides y una prensa donde
la uva se pisaba a la más antigua de las usanzas.
De
día todo estaba bien, la calor no agobiaba y el paisaje era estupendo. Mi
problema era por las noches cuando la oscuridad se adueñaba del lugar. Recuerdo
como la raposa aullaba por las noches muy cerca de la casa, tan cerca que había
noches en las que el sueño vencía al miedo a altas horas de la madrugada. Lo
peor era cuando mi abuelo me contaba historias de lobos que aún habitaban la
sierra que se veía desde la casa. Lobos que una noche entraron y mataron a
Morito, un pequeño perro que dormía bajo la entrada.
Por si fuera poco más de una noche, en el silencio, se podían escuchar los
aullidos de los lobos en manada por la sierra, y siempre, siempre, mis abuelos
mandaban guardar silencio para escucharlos mejor. Silencio que a mí me aterraba
pues recordando las historias que me contaban lo que menos quería yo escuchar
era a los lobos campando a sus anchas.
Las
noches de verano eran muy tranquilas y estábamos hasta bien entrada la noche
sentados al fresco, que allí era frío del bueno, mirando las luciérnagas y de
fondo el oscuro camino que dirigía al pueblo.
Ese
camino era precioso de día ya que estaba lleno de zarzas donde se podían
recoger moras y daba paso a las tierras de labranza y llevaba a un inmenso
bosque de pinos donde los helechos me sacaban por entonces un palmo de altura y
además había un pequeño riachuelo que siempre tenía cucharillas, lo que conocemos
por renacuajos. La de tiempo que perdimos metiendo en botes de cristal los
renacuajos para llevarlos a casa. En el final del camino justo donde empezaban
los pinos construyeron un depósito de aguas, si ya daba miedo el camino de
noche aquella estructura de hormigón en todo lo alto hacía que el medio se
acentuara. De noche jugábamos a subir al depósito y traernos algo de allí
arriba que demostrara nuestra valentía, la de carreras que me di yo camino
arriba y camino abajo dándome patadas en el culo por no dejar mi hombría en
entredicho.
Con
el tiempo el panorama cambió y mi tío Leopoldo se casó e hizo una casa grande
junto a la casa de mis abuelos, la cosa ya cambió, las raposas seguían haciendo
ruido por las noches pero allí ya no podían entrar, aquello era seguro, era
como una fortaleza donde podías dormir tranquilo y seguro. Y además tenía
aseos, así no tenías que salir al gallinero a aliviarte o aguantarte las ganas
con las piernas apretadas hasta que amaneciera.
De
la casa de mi tío recuerdo cuando hicieron el pozo, pero hacerlo a maja y
martillo, con barrenos de pólvora, nada de máquinas, recuerdo las voces cuando
ponían los barrenos:
-
Fuego... fuego... vaaaaa.
Y luego
el retumbar de la dinamita bajo la tierra. La tarde que el jefe dijo que la
tierra ya estaba muy húmeda fue una fiesta, el agua llegó al día siguiente, y
fue otra fiesta.
Hablando
de fiestas, las fiestas en Boiro son a mediados de Agosto, una feria de día
principalmente donde se puede ver como se malla el centeno mientras te cuentan
como echaron a los franceses a bases de mallazos -un utensilio que sirve para
aporrear el centeno sin piedad para desprenderlo de su cascara- y luego
ventearlo para que el grano quede en el suelo mientras el viento se lleva la
cáscara. El tiovivo junto a los churros que sirven pinchados en un alambre hace
las delicias de todos junto a un camión que agasaja a los visitantes y los
invita a mejillones.
Precisamente
fue por culpa de la feria el motivo de vivir una de las noches que más miedo he
pasado en mi vida. Se me ocurrió, siendo ya un poco mayor, quedarme por la
tarde en la feria y volver yo solito de noche a la casa de mis tíos, siendo
mayor y habiendo recorrido varias veces el camino del depósito de agua ¿qué
podía pasar?. Nada.
Aquella
noche era noche, pero noche no de las oscuras no, de las negras de las de
verdad, de las de meter miedo. Tanto que me dio reparo tener que subir a solas
la cuesta que llevaba a la casa. Además, para llegar a la salida del pueblo no
tuve mejor ocurrencia que cruzar por la iglesia, que por entonces tenía las
tumbas a sus pies, si ya había motivos para tener miedo, súmale el ponerte a
pensar en los muertos que allí descansaban... y recordar La Santa Compaña no
ayudó a mejorar la situación.
El
camino, por llamarlo de alguna forma, estaba negro como la boca de un lobo,
maldita fue la hora que se me ocurrió quedarme yo solo en el pueblo, tentado
estuve de volverme a casa de mi prima Pilar y quedarme allí a pasar la noche.
Pero no, los había y los tenía que haber. Bueno, había una farola al menos, la
que indicaba donde empezaba el camino y donde se terminaba la luz y luego había
dos o tres repartidas por la subida para no perder el rumbo.
Y
allí empezó todo. Nada más adentrarme en el camino e iniciar la subida me
empezó la inquietud y el mirar a todos los lados y escuchar ruidos. Pero ruidos
de verdad, vamos, que en cuanto anduve unos pocos de metros de aquel oscuro
callejón comencé a escuchar algo que se movía junto a mí, en el arriate por
donde bajaba el agua los días de lluvia había algo moviéndose y haciendo ruido,
gruñía. Igual que yo aceleraba el paso hasta la siguiente farola para intentar
atisbar que era aquello que me acompañaba en la subida y en los escalofríos. Y
llegó la siguiente farola, y al volverme a mirar a ver si adivinaba que bicho del
averno estaba junto a mí observe aterrado que unos metros más atrás me seguía
una sombra, alta, inmensa, me sacaba así a ojo unos dos metros de altura.
¿Miedo?, ay miedo, lo mío ya era terror. Y quedaba llegar a la tercera y última
farola y el bicho del averno a mi lado haciendo ruido entre las zarzas.
Acelero
el paso y dejo atrás a la sombra, y de paso al bicho. Dicho y hecho, cuesta
arriba no hacía ni frío, al contrario, el sudor empezaba ya a asomar. Y no era
del esfuerzo no, era del miedo. Y conforme apretaba el paso la sombra también
apretaba. Yo iba por el margen derecho del camino y la sombra avanzaba
vertiginosa por la izquierda. De reojo y cada poco tiempo miraba si seguía tras
de mí; no sólo seguía sino que además estaba cada vez más cerca y más grande.
Por
fin se vislumbraba entre la penumbra la luz tenue de la tercera farola, había
que andar un poco más rápido, un poco más porque lo siguiente ya era empezar a
correr. Y al apretar el paso el ruido entre las zarzas se hizo más fuerte y
empezó a gruñir como si se enfadara de perder a la presa que había perseguido
desde el inicio del camino en la oscuridad. Y de repente, en el silencio de la
noche, en lo más oscuro del camino el silencio se rompió en mil pedazos y a
punto estuvo de hacerlo mi corazón cuando la sombra que me perseguía se puso a
mi altura y exclamó con voz profunda y aterradora:
-
¡Toño!
El
corazón a mil por hora y a punto de salirse por la boca, por si fuera poco el
susto con el alarido de la sombra en medio de la oscura noche, del oscuro
camino, del miedo que yo tenía; el bicho que rugía durante todo el camino salió
espantado de entre las zarzas y fue justo entonces, justo entonces cuando sentí
eso de "ponerse el pelo de punta" pero del miedo que tenía en aquel
momento, el miedo me atenazaba, el bicho corría cuesta arriba y la sombra
volvió a repetir "¡Toño!".
La
sombra no era más que el señor José, vecino de mis abuelos que había perdido
uno de sus cerdos en la tarde, cerdo que vino todo el camino acompañándome con
sus gruñidos, el bicho de averno vamos. El señor José vio como me adentraba en
el camino y decidió acompañarme, pero yo iba tan rápido que no pudo darme
alcance hasta haber recorrido casi las tres cuartas partes del camino. Al
ponerse a mi altura me llamó tal y como lo había hecho hasta entonces. De José
Antonio, Antonio; de Antonio, Toño.
Llegué
a casa sudando y con el vello de punta. Aún andaban despiertos esperándome,
como sabiendo que algo me iba a pasar. Les conté lo que me había pasad y hubo
más fiesta, porque todos se acostaron entre risas gracias al miedo que yo había
pasado subiendo por el lúgubre camino que lleva a Boiro de Arriba. De mientras
yo escuchaba sus risas desde el baño, que por suerte ya estaba dentro de la
casa, de lo contrario hubiese aguantado hasta por la mañana aunque reventara.
Volví
algunos años más a Boiro en fiestas, nunca volví a subir de noche solo por ese
camino.